Por: Ángel Valenzuela

Twitter: @MetaFicticio

 

Sebastián quería contar historias. Así lo había expresado sin que sus padres tomaran con seriedad su comentario, hasta que una tarde clara, su abuela lo tomó de la mano y lo llevó hasta la librería central, donde días atrás había encontrado una hermosa libreta de hojas de papel poroso y cubiertas de piel.

Sebastián era sólo un niño, pero aún persiste en su mente el recuerdo del rostro imperturbable de su abuela mientras pagaba con sus ahorros lo que su madre calificaba como un capricho infantil. La abuela no dijo una sola palabra, tomó de un tiro el listón que sujetaba su cabello y con delicadeza lo ató a la libreta. Por semanas enteras pudo oler en sus páginas el perfume de violetas de su cabello.

Entonces caminaron hasta la plaza. Nada parecía haber cambiado aquella mañana de domingo. Ante tal serenidad, decidieron sentarse unos momentos bajo el cielo magenta del desierto de Chihuahua. Ahí mismo, en esa banca en la cual solía cortejarla el abuelo en los días de juventud, la abuela le entregó el diario en blanco a Sebastián mientras miraban a hombres, mujeres y niños pasar frente a la capilla.

Ahora sí, mi niño. Observa a las gentes, a los viejos como yo, le dijo. Sus vidas ya están acabadas. Sus historias, vividas. Ahora sólo hace falta que tú las escribas.

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