Por: Alejandra Coral Mantilla
Twitter: @ayflaca
Recuerdo que dijo una broma estúpida y su presencia me resultó irrelevante. Incluso al segundo y tercer día. Incluso después de una semana. Intrascendente.
Pensé que su paso sería efímero y difícil de recordar y cuando alguien dijera su nombre, yo preguntaría ¿quién? Pero no fue así. Fue todo lo contrario y fue mucho peor.
Su presencia se volcó en mi vida como si yo le hubiese pedido que lo hiciera. Como si hubiera descubierto que necesitaba de ella. Como si hubiera sabido que por dentro estaba desesperado por su rostro, por su mirada, por sus gestos. De hecho, ni yo lo sabía. No sabía que vivía callando mi ahogo. No lo sabía. Hasta que después del segundo y tercer día y después de una semana, lo descubrí. Me descubrí. La descubrí.
Digo que descubrí el agobio que llevaba dentro y digo que me descubrí observándola, admirándola, deseándola… y la descubrí provocándome de la manera más perfecta. Intentando parecer ingenua, la muy descarada. Sin gestos, ni contoneos al estilo de las musas que ya conocemos, sin utilizar los recursos pomposos. Me provocaba de frente. Sarcástica y mordaz. Me envolvía en sus deseos y yo me quedaba endeble, atónito, intentando responder rápido para parecer gracioso e inteligente. Y cuando lo hacía, ella se sonrojaba. ¿Por qué lo hacía? ¡Maldita! ¿Quién autoriza a una persona a comportarse de esa manera? No puedes aventarte sobre un hombre así y después, sonrojarte. Ahí, estúpidamente me sentía culpable. ¿Acaso me pasé? ¿Soy un acosador? Dudaba. Una niña me hacía dudar. También me hacía sudar y también me hacía temblar. Estaba atrapado. Era un juego ridículo. Me sentía como una rata chocando contra todas las paredes en un laberinto de laboratorio. Y ella riendo, exitosa.
Siempre imaginé que a mi edad, me fijaría en una mujer exquisitamente femenina, que con su ropa llena de pliegues y flores y encajes, me sonreiría dulcemente cada vez que yo le lanzara un cumplido. Y que lo haría por simple diversión. O todo lo contrario. Quizás me fijaría en una mujer con tacones de 15 centímetros, faldas sugerentes y lipstick rojo. Que se contoneara con su escote en V y me guiñara el ojo cada vez que yo le lanzara un cumplido. Y que también lo haría por simple diversión. Pero no. De pronto me encuentro con la antítesis con nombre de mujer. Una mujer en el limbo de la edad que evoca rasgos de inmadurez y pretensiones de decisión. Una niña para mí. Una niña con ínfulas ocultas. Nunca imaginé que a mi edad, me fijaría en ella. Ella, sin ropa de encajes, ni flores, ni pliegues, ni dulzura, ni tacones, ni faldas sugerentes, ni lipstick rojo. Ella, en cambio, así con un maquillaje descuidado, peinada a la ligera, sin curvas sugerentes, ni contoneo femenino. Para nada. Jeans, malas palabras y sin signo alguno de interés por el mundo. Sólo ella. Así, sin tapujos. Me conquistó su rudeza, su falta de lógica, su perfume a sexo.
No estoy hablando de amor. Ese sentimiento es limitado, es surreal, es invisible, es utópico. No. Yo estoy hablando de pasión, de deseo, de ímpetu. ¡Esos sí que son sentimientos tangibles! Reales. Con sabor, olor, textura, sonido e imagen. Pasión. De eso estoy hablando. Ustedes lo conocen. Se introduce en el cuerpo, en el cerebro, en los sueños y yo ahí, endeble. Indefenso. Inútil. Impotente. Imaginando su espalda, su abdomen, su cadera, su lengua. Ahh… y ella se sonroja. Creo que lo sabe. Creo que puede sentir mi arrebato interno, aunque procuro disimular. Ella lo huele.
Y se sonroja. ¡Maldita!
Cualquiera la ve y dirá “¡Estás loco! No es para tanto”. Eso dirán cuando la vean por primera vez. Sí, no sé qué tiene que no te impacta de primera. Pero esperen. Es cuestión de detenerse un momento. Tal vez poner atención después del tercer día, o incluso, de una semana. Y ahí estarán: endebles. Y ella: sonrojándose.
Esa mujer rompió mi calma. ¿Amarla? Nunca. Ella no nació para ser amada. Nació para ser recordada.