Por: Ángel Valenzuela
Twitter: @MetaFicticio
Siempre fui un llorón. De niño era posible provocar mi llanto con sólo lanzarme una mirada amenazante. Aunque siendo justo, debo decir que también era posible hacerme reír con un trozo de papel y una pluma. De cierto modo, estaba marcado por la escritura mucho antes de aprender a escribir. Solía andar por la casa de la abuela, libreta en mano, copiando las letras de las publicidades o los electrodomésticos. Libros no había en casa. Luego recortaba las palabras que formaba para guardarlas en una caja de cartón.
Un día la caja se llenó y quise hallarle un escondite. Entonces trepé a la morera que crecía frente a la casa y la guardé entre sus ramas. Al día siguiente llovió y no quedó gran cosa de la caja. Naturalmente, como el buen niñato llorón que siempre fui, lloré. Nada debería tener la capacidad de destruir los tesoros de infancia.
A veces me pregunto si ese niño vivirá aún dentro de mí, ese niño frágil. Uno crece y en algún momento los golpes terminan por romperle. Pero, de vez en vez, cuando miro una libreta, una pluma fuente o una máquina de escribir —cualquier artefacto para preservar el lenguaje— me parece verlo asomar por mis ojos. Luego caigo en la cuenta de que sólo es su recuerdo perpetuado en mi mirada. Uno podría seguir viviendo en ese niño si un adulto jamás lo hubiese roto. Luego, de mayor, se empeña en encontrar a alguien que junte los fragmentos. Más valdría entender que nadie lo hará por uno.
Nadie te va a restaurar sino tú mismo.