Por: Víctor Alejandro Burgos
Twitter: @budasufi
Su nombre era Ángela Guanipa y de acuerdo al consenso general, ella era un ángel o algún tipo de ser celestial encarnado en una morena altísima de huesos duros, cabellos blancos recogidos en moño adusto, muy por encima de la nuca. Cuando escribo morena, pienso más bien que debería rectificar: su piel era oscura, sí, pero su color era difuso, suavizado, casi como ese color incierto de gran luminosidad, en el momento exacto del atardecer en el que ya no se ve el sol en el cielo pero sigue siendo de día.
Recuerdo que Ángela Guanipa era buena, así, sin más. Que espantaba a los insectos soplando suavemente sobre ellos para no lastimarlos, evitando así que vinera alguien menos compasivo que ella y acabara con una vida tan diminuta como indiferente. Que comía a medias, lentamente, porque comer de prisa y saciarse, decía ella, hacía mal para la digestión. Usaba vestido largo de flores desteñidas, una sola pieza que le iba desde los hombros hasta debajo de las rodillas; nunca usó una franela o un pantalón. Olía bien, decían quienes pululaban alrededor de ella con más frecuencia, a pesar de que nunca usó perfumes, cremas, jabón o desodorante sobre su piel. Su sudor, recuerda mi padre (ya que Ángela Guanipa fue su nana durante los años que duró su niñez), se evaporaba con tanta rapidez que el cuerpo de la mujer parecía ser un incienso desprendiendo una fina humarada de aromas suaves. Sin embargo, era su olor tan penetrante a la vez, una esencia tan pura y concentrada, que mareaba con facilidad a quien no estuviera acostumbrado a su presencia.
Siempre trabajó con la familia y por lo tanto, Ángela Guanipa también sufrió los estragos de las mudanzas de un lado a otro. Pero ella, como un mástil bien fijado, le hacía cara al vendaval con una sencillez arrolladora. Nadie recuerda haberla visto con mayor equipaje que una maleta pequeña de cuero, estropeada y vieja pero que ostentaba la misma fortaleza sin ornamento de su dueña. Mi padre la vio desempacar una vez, y todo el proceso no duró más de cinco minutos. Llevaba siempre muy poco y justo lo necesario, excepto una biblia grande, pesada e incómoda y varias imágenes rudimentarias de santos, vírgenes y cristos crucificados. Entre sus pertenencias personales había una cadenita de plata que adquirió hace muchos años de un familiar que se fue lejos. Al morir Ángela Guanipa, esa prenda fue víctima de los sentimientos más mezquinos ya que algunos miembros de la familia la consideraban una santa de reliquias.
Mi padre, en retrospectiva, está seguro que Ángela Guanipa nunca conoció hombre (o mujer), y que murió virgen e intacta. Y no porque haya sido fea o desagradable de trato, sino todo lo contrario, a pesar de su belleza escondida y cautivadora, su trato hacia los demás fue amable, distante y educado. Ella, simplemente, estaba apartada de este mundo y todas las cosas que a éste le pertenecían, ella las percibió lejanas e imposibles, tanto que se convenció de que no le eran necesarias y así lo creyó hasta el día de su muerte. Y si algo tuvo Ángela Guanipa, fue una muerte extraña luego de una vida longeva y santa. Llegó a cumplir los ciento once años tan cuerda y lúcida que daba miedo. El misterio de su salud era impenetrable para los médicos de la familia que habían visto morir a quienes la contrataron en un principio y se la trajeron a Caracas, casi de niña, desde un pueblo sin nombre en las entrañas de Paraguaná. Un día, Ángela Guanipa se subió a un chinchorro colgado en los pasillos de la casa y empezó a mecerse suavemente hasta que aumentó de manera gradual la velocidad. En cierto momento, el espectáculo era imposible de ver. En el éxtasis de su desenfrenada excentricidad, abrió la boca y pegó un grito descomunal que retumbó por toda la casa, haciendo temblar las bisagras de las puertas y ventanas. Un grito unísono, prolongado y sólido que pesar de lo dramático, no denotaba ninguna emoción subyacente. Sucedió entonces lo inevitable. Ángela Guanipa murió al resbalar del chinchorro en movimiento. Cayó de cabeza rompiéndose el cuello en varias partes. Una muerte súbita y sin dolor para un ángel que nunca había levantado la voz hasta ese momento.