Por: Alejandro Burgos
Twitter: @budasufi
La verdad es que llegamos muy borrachos al apartamento. El alcohol había corrido libremente en la fiesta, de acá para allá, en abundancia y en variedad. Subimos al ascensor riéndonos, imitando a Alfonso cuando contaba sus teorías conspiratorias o a la fácil de Isabel, que para ella seducir era lo mismo a ser obvia. Yo traía la corbata en la mano, la chaqueta a medio poner y un trago de whisky en un vaso de plástico que había sobrevivido casi intacto. Mariana se había quitado los tacones y los llevaba en la mano, tenía el maquillaje corrido de tanto reírse y un seno amenazaba con salirse del vestido. Aún en tan estropeado estado, Mariana era una diosa; ebria e hilarante, seguía siendo una divinidad.
Llegamos a nuestro piso, el octavo de casi doce más un pent-house. Salimos del ascensor disparados, tropezándonos, riéndonos, bailando y luego de que la señora del 8-D saliera con una pesada cara de sueño, preguntándonos qué coño era lo que pasaba, el resto del camino lo hicimos en silencio y caminando de puntillas, siempre riéndonos sólo para nosotros dos. Entramos a nuestro apartamento en penumbras, caminé como pude esquivando muebles y negociando con la borrachera hasta alcanzar el interruptor de la luz. Las bombillas parpadearon y luego se encendieron como una pequeña explosión muda de luz blanca. Apareció nuestro apartamento tal cual lo habíamos dejado pero hubo algo que me perturbó inesperadamente. Volteé para mirar a Mariana y tenía la misma cara de desconcertada que yo. Había algo extraño en el apartamento. Es decir, a pesar de que eran nuestras cosas, nuestros muebles, nuestras pinturas, nuestro reproductor, no sentíamos nuestro nada de eso: era como entrar de repente a una casa que te perteneció hace años, con cosas que no ves desde hace décadas; fue como entrar en la vivienda de un nosotros paralelo. Recorrimos en silencio y con cautela toda la sala, el comedor y la habitación. La sensación era de estar en una excavación arqueológica en la que se desenterraban los vestigios de una gran civilización de dos. Mariana tenía los ojos muy abiertos, tocaba todo con sus manos, como buscándose un sus propias pertenencias, iba y venía por todo el lugar, llegaba hasta la habitación y luego volvía con la misma cara de turbada. Yo era incapaz de moverme. Todo el sitio me inquietaba. ¿De quién era aquél lugar? ¿Quiénes habían vivido allí? De pronto y sacándome de mi monólogo, Mariana llegó a mi lado y me susurró que la acompañara. Nos desnudamos y colocamos frente al espejo de cuerpo completo que había en la habitación principal, uno al lado del otro, tomándonos de la mano.
—Mira— dijo Mariana con una sonrisa señalando nuestro reflejo en el inmenso espejo. Yo me quedé boquiabierto.
—Pero, ¿cómo es pos…?
—No lo sé, pero son ellos, los que vivieron acá antes de nosotros en este sitio. Nuestros propios Adán y Eva.