Por: Víctor Alejandro Burgos
Twitter: @budasufi
Martín se miró al espejo durante largo rato. Un reflejo lejano (o al menos, así lo percibió), le devolvió exactamente la misma mirada que él le había entregado al espejo. Con las manos tocaba su rostro buscando algún indicio, escondido bajo la piel, de que era él quien seguía habitando ese cuerpo. Desde que había roto con Alejandra unos meses atrás, iba de acá para allá acostándose con cualquier cosa que tuviera pulso y una vagina entre las piernas. Pero no lo disfrutaba. Lo hacía (lo sentía así) como si el sexo con cualquier otra mujer que no fuese Alejandra, representara una mutilación voluntaria, una laceración que él, conscientemente, se procuraba en todo el cuerpo. Su desenfreno era metódico y sistemático, como lo es el procedimiento de la tortura.
—Ven a la cama. Hace frío— dijo una voz femenina a sus espaldas. Martín la ignoró. Seguía absorto mirándose en el espejo. Desde hace dos meses, una brecha infranqueable se había abierto entre él y el mundo. Los ruidos, las voces y los colores llegaban a sus sentidos casi horas después de emitidos, ya pálidos, sordos y sin sabor. Se encontraba en un motel en el centro de la ciudad. La habitación olía a encerrado y la cama, por muy planas que estuvieran las sábanas, tenía profundamente marcadas las cicatrices que deja el amor anónimo y olvidado.
—Piensas en ella, ¿verdad? Dime quién es— la muchacha estaba despierta y su torso desnudo salía de entre las sábanas como una sirena de tela. Martín dio media vuelta, se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Pensó en ofrecerle uno, pero sabía que no era su marca. Calló durante varios minutos intentando encontrar las palabras justas que no rebosaran el recuerdo de Alejandra.
—Era mi novia hasta hace dos meses. Terminamos. Una pelea, diferencias, ese tipo de cosas, sabes. Uno, al final, no termina de conocer a la gente. Es imposible.
—¿Cómo se llama?
—Preferiría no decírtelo.
—¿Por qué?
Martín no respondió y la muchacha tampoco insistió. Entre ellos hubo un silencio conciliatorio, pacificador, como si las ausencias de voz se hubieran estrechado en un profundo abrazo, reconociéndose entre sí. Ambos sabían que los nombres son los fantasmas más poderosos, el combustible perfecto de la nostalgia. Pronunciar el nombre de Alejandra en esa habitación hubiera sido como reventar contra las paredes todos sus perfumes, sus ropas, sus voces, su desnudez, su mirada, su cabello.
—¿Sabes, Martín? Desde hace tiempo sostengo la teoría de que el corazón es un cuenco que cuando ama se llena hasta el tope de algún líquido vital. Vamos de acá para allá y ese líquido salpica mojando así a quienes están cerca, las cosas que hacemos, los paisajes que vemos. Cuando ese cuenco se rompe, el líquido se pierde, se derrama y es imposible volver a recogerlo. Entonces, el corazón es ahora un cuenco vacío que salpica su silencio a quienes nos rodean, las cosas que hacemos, los paisajes que vemos. Todo está tan vacío que nada produce eco en nosotros; nos volvemos una cueva demasiado profunda cuyo fondo es impronunciable.