Por Carlos LM

Twitter: @Bigmaud

 

Caminaba con mi madre por las calles del centro cuando este hombre barbudo y con gabardina se acercó. Por su apariencia todo parecía indicar que se trataba de un atracador, así que cuando se detuvo frente a nosotros, hice un cálculo apresurado de cuánto podría perder si se le ocurría tomar prestada mi cartera. Por fortuna no ocurrió lo que temía, aunque no sé si lo que vino fue peor.

“Hola, Mariana”, dijo el hombre.
 “Josué, ¿cuánto tiempo sin verte? Mira qué viejo estás”, dijo mi madre.

Al parecer se conocían. Los cupones de descuento que vivían en la billetera podían respirar tranquilos.

“Saluda a tu tío Josué”, dijo mi madre. “Hola, señor, mucho gusto”, le dije. El hombre sacó de su bolsa un paquete envuelto en periódico. Sentí temor. Dios —pensé— no es un asaltante, se dedica a negocios de mayor calibre: el tráfico de sustancias prohibidas. Era lo único que me faltaba, un familiar cincuentón que podía involucrarme en cuestiones ilícitas. Decidí rechazar el paquete cuando me lo ofreció. No quería que mis huellas quedaran plasmadas en esa porquería  productora de efectos opiáceos.

“Son mis libros, ¿quieren comprar uno?”, dijo. Mi madre me lo explicó: “Josué es un poeta. El gran escritor de la familia. Tu prima ya me había contado sobre su publicación”. Adiós al sueño de ser la revelación literaria en casa, me dije, alguien ya se me había adelantado. No quedaba más que probar con otras profesiones aún inéditas. Limpiador de tapetes, tal vez, o quizás enrollador de papel higiénico. Aspiraciones que parecen modestas, pero si uno lo piensa bien son las propias de un héroe. “Cuesta sesenta y cinco pesos. Se llama Alunizaje”, dijo Josué. Por solidaridad lo compré. Nadie desembolsaría tal cantidad por un libro mío. De tan solo pensar en ello me vino una sensación deprimente. No quise que ese pobre hombre de apariencia repugnante sintiera lo mismo. Después de todo, era una rama de mi propio árbol genealógico.

Josué dijo que quería dedicármelo. Lamentó no llevar con él un bolígrafo. Le dije que no importaba, que así estaba bien. Insistió, pese a que intenté arrancarle el ejemplar de las manos. “No, no, no. Tengo que firmártelo, es parte del trato. Ven mañana a mi casa para que te entregué el libro con todo y todo”.

Luego de que se fuera, mi madre me contó que Josué era hijo de la cuñada de un primo hermano de mi abuelo. “Un gran talento, hijo, tiene unas poesías muy bonitas. Deberías aprender de él y dejar las tonterías que escribes”.

El plan era no ir a recoger el libro. Si al final lo hice fue por cuestiones de orgullo. Yo estaba segurísimo de que Josué escribía pésimo. Tenía toda la pinta de ser un farsante. ¿Alunizaje? Ninguna obra maestra de la literatura universal podría llamarse así. Casi podía imaginar uno de sus poemas mientras observaba el ticket de mi última compra en el súper:

 

Torbellino de humareda

Dragones asolados por tu voz

Caída de las hojas de una noche de niebla

En el destello obscuro de un adiós

 

¡Material de pacotilla! Alunizaje era un libro para hacer uso del basurero más cercano o donarlo a un centro de reciclaje. No tenía duda de ello.

Así que fui por el libro. Tenía que echar unas risas, comprobar los pronósticos: que ese hombre era un mal escritor y que yo lo superaba al menos por dos miligramos de talento. Su obra sería mi inspiración: si lo publicaron a él, tienes oportunidad de ganar múltiples condecoraciones en el mundillo de las Letras.

Josué vivía ahí mismo, en el centro, en un departamento de la calle Toledo esquina con Azuara. El edificio en el que estaba parecía desmoronarse. Cada paso dado en las escaleras requería de valentía ante la amenaza latente de que la construcción colapsara. Una vez arriba, toqué la puerta marcada por lo que parecía haber sido un número ocho. Nadie abrió, pero escuché un sonido que provenía del interior. Volví a tocar y esperé un rato. Nada. Pensé en irme, pero hasta ahora desconozco qué me detuvo. Eso sí, tampoco es que tuviera muchos lugares a dónde ir. 

Detrás de mí escuché unos pasos que subían las escaleras. Volteé y vi a Josué que no reparó en decir buenos días.

“El libro lo saqué con una editorial loca. Muy buena gente. Les di tres mil pesos y a cambio solo me piden el 30% de las ganancias. Lo digo por si te interesa. Tu mamá me dijo que escribías. ¿Traes una muestra de tu trabajo? Puedo darte mi opinión”, dijo.

“Hola. No, no escribo nada serio, no se preocupe. Nada más vine por el libro”, dije.
“Tranquilo. Dame chanche de abrir. Fui a comprar un poco de pan. Voy a preparar unas tortas, por si gustas”, dijo.

Josué abrió la puerta de su casa. Me invitó a pasar. “Toma asiento”, me dijo. Mencioné que no podía quedarme mucho tiempo, que debía realizar un pago urgente. Con la esperanza de que se lo creyera, aproveché para inspeccionar su morada. Concluí que Josué tal vez no era tan mala persona. Si era capaz de sacar inspiración de un lugar tan deprimente y sucio como su departamento, merecía un reconocimiento. La estufa estaba en la misma habitación que la sala y el comedor, consistente en una mesa de plástico y un par de sillones, uno de ellos individual. Cuando vi que sacaba dos platos, apuré a decir que acababa de desayunar. Ya no insistió. Solo se sentó en la mesa y empezó a hablar. Decidí seguir de pie.

“Hay una flama en tus ojos. Lo supe apenas nos vimos. Ya sé que para ti he de ser un don nadie, un oportunista que se aprovecha de sus conocidos para vender algunos libros. Y en parte es así, me veo obligado a hacerlo. Ya casi nadie compra antologías de poemas. Mucho menos de un pobre diablo como yo. Tengo que hacer el intento con personas que de cierto modo estén comprometidas por los lazos que nos unen. Familiares, más que nada. Te habrás dado cuenta de que tú y yo no somos tan cercanos. Ni siquiera lo soy de tu madre, aunque recuerde con cariño algunas de las veces en que jugábamos de niños. Amigos tengo pocos. El otro día intenté vender algunos ejemplares con los chicos  del café Posadas y nada. No los culpo. Yo creo prefieren comerse unos huevos revueltos que leer versos de amor. En cambio en ti vi esa flama. Supe que al menos comprarías un libro. Entre nosotros podemos olernos a distancia. Eres uno de los míos, lo tengo claro. Mira tus ojos, ¿has visto la flama?”.

“¿Tiene el libro por ahí? Quisiera leerlo primero, si no le molesta”, dije.

Josué asintió con la cabeza. Dejó su plato a medias y se dirigió a la otra habitación con la que contaba el departamento. Lo perdí de vista, sin embargo escuché que desgarraba una caja de cartón. A los pocos segundos salió.

“Tengo problemas con las cajas. Los de la imprenta les pusieron mucha cinta adhesiva. De seguro piensan que todo el mundo tiene cuchillos. Yo no. Puedes revisar el cajón. Tengo dos cucharas nada más. Se las pedí a un mesero del café. Dijo que no había problema. Con ellas tengo. Casi no como aquí, con lo básico ajusto. Los tenedores son prescindibles. Con una cuchara y los dedos es suficiente. ¿Seguro que no quieres comer? Tengo pan y me sobra un cubierto.”
“No gracias”, le dije.

“Lo entiendo. Aquí está tu libro. Deja te lo dedico”.

Josué tomó la pluma azul que se encontraba sobre la mesa y empezó a decir en voz alta: “Para una familiar que no es familiar, con cariño de otros ojos en llamas”. Después hizo un trazo brusco, cerró el libro y me lo entregó. Apenas lo tuve en las manos, noté que la edición era descuidada, realizada seguramente por una de esas imprentas que escatiman en todos los gastos posibles. Le agradecí el gesto de la dedicatoria. De algún modo acabé comprometido a enviarle por escrito mi opinión sobre los poemas. Le di una mano para despedirme amablemente y él convirtió el gesto en un abrazo. A los pocos segundos salí del departamento. Josué se quedó adentro y pidió que dejara la puerta abierta.

Ya fuera del edificio, caminé rumbo a una pequeña plaza donde acostumbro descansar. Hay una banca ahí que siempre está disponible. Casi nunca le da el sol gracias a la presencia de unos árboles. Sospecho que algunos piensan que si se sientan ahí, corren el riesgo de ser blanco de los desechos de las palomas. Hasta ahora nunca me ha pasado. Disfruto estar ahí durante horas. Ver a la gente pasar, escuchar el sonido de la fuente, leer.

Aquella vez saqué mi ejemplar de Alunizaje. Leí el prólogo: un simple párrafo escrito por un tal Ricardo Millas, posiblemente un tipo de lo más flojo o quizás imaginario. Luego, el primer poema se llamaba “Almendra de papel”. Antes de leer el primer verso, regresé a la dedicatoria. Un familiar que no es familiar, decía. Cerré el libro. Me sentí un poco mareado e indispuesto. Quise aclarar la mente. Aproveché que Andrea, una amiga de la universidad,  trabajaba en una heladería de por ahí.

Cuando llegué a visitarla el lugar estaba casi vacío, así que pude acercarme sin contemplaciones.

“Toma, te presto este libro”.
“¿De qué trata?”
“Sobre la muralla china. Te lo recomiendo”.
“Tengo mucho tiempo disponible aquí en el trabajo. Y el libro es delgadito. Yo creo mañana te lo devuelvo”.
“Como sea. ¿Puedo probar esos sabores?”
“Dime de cuál quieres. Tenemos uno nuevo. Se llama frutos del bosque”.

El helado de ahí era maravilloso. Al día siguiente volví para comprar medio litro. Después de pagar, pues en esa ocasión sí lo hice, Andrea me dijo que había olvidado el libro en su casa. Le pareció muy bonito. Tal vez mi madre no estuviera tan equivocada. Josué podía ser un genio. Nunca lo pude comprobar, Alunizaje no volvió a mis manos. Y yo no estaba como para comprarlo de nuevo.

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