Por Víctor Alejandro Burgos
Twitter: @victoralejo_
Pasamos horas hablando. El tiempo se suavizó alrededor de nosotros de tal forma que su pulso se hizo completamente imperceptible. Hablamos de todo un poco, mirándonos a los ojos, yo perdido en todos los detalles que su rostro emanaba como si fueran rayos de luz dibujados en el aire. Tendría que confesar que en ciertos momentos se me hizo difícil concentrarme en lo que me decía pero a la misma vez estaba atento y absorto de todo lo que provenía de ella. Como si su presencia calmara alguna sed en mí. Una sed vieja, profunda, arraigada.
Pero el tiempo pasó a pesar de nosotros. Oscureció poco a poco. El cielo atenuándose lentamente como una llama que va quedándose sin fuerzas para arder, silenciosa y resignada. Seguíamos hablando, deteniéndonos ocasionalmente para revisar los teléfonos que se llenaban de mensajes y llamadas de personas que, justo en ese momento, estaban tan lejos de nosotros.
Con la oscuridad natural de la noche su rostro cambió. De día es una mujer distinta a la mujer que se erige en las sombras nocturnas. Ambas hermosas e increíbles. Pero distintas. Aunque la tenía frente a mí, por unos segundos me costó reconocerla. Sus facciones se hicieron profundas, ciertos detalles diurnos habían cambiado su disposición haciendo de su cara una nueva cara, una mujer superpuesta a otra. Mis ojos recorrieron ese nuevo rostro con avidez, intentando descubrir las viejas y nuevas facciones, delimitarlas para no perderse en ellas, pero era difícil. Todo fue como intentar encontrar la salida estando dentro del cuarto oscuro. Pero no quería salir, no estaba intentándolo. Sólo quise tocar la manilla, saber que existe una puerta por la cual salir de ese ambiguo y embriagador estado de reconocer a alguien que brilla en medio de la oscuridad del mundo.