Por Linda Oliva
Twitter: @besostristes
Me llamo Linda y llevo treinta y un años amando desmedidamente. Amé a gente que también me amó, a gente que me amó menos o que me amó de más, a gente que nunca supo amarme pero tuvo el coraje de intentarlo. Amé a gente que nunca se amó y amé un poco más de lo que yo me amé. Amé a gente que nunca lo pidió y no supo qué hacer con tanto. A pesar de todo lo malo que el amor ha (des)hecho en mí, hoy escojo volver a amar porque el amor es el único milagro en el que creo. Soy adicta al amor, y eso es incorregible.
Desde muy corta edad me interesaron los libros, abría cada libro que encontraba en la biblioteca de mi padre y lo leía. No recuerdo qué tanto llegué a leer, tampoco recuerdo de qué trataron todos esos libros, lo que sí sé, es que desde entonces amo las letras. Unos años después, mi madre comenzó a regalarme un libro por semana, y leía horas y horas mientras los demás niños de mi edad jugaban a correr y a saltar, patinaban y montaban bicicleta. A mi madre y a los libros de mi padre les debo el amor por la lectura.
Alrededor de los diez años, mi tía Luz me regaló mi primer diario. Lo que más me emocionó fue su candado y la única llave que abriría la puerta al nuevo mundo que inventaría con las letras. Ahora ya tenía un escondite: mi propia casa del árbol, mi pasadizo secreto. El olor de sus hojas de colores era exquisito, nunca supe con certeza a qué olía mi diario, de modo que lo único que se me ocurre creer es que ese no es el olor de ninguna otra cosa, es el olor de mis secretos. En esas hojas descubrí lo difícil que sería ir por la vida sin escribir.
Seguiré leyendo para escapar de la miseria, seguiré escribiendo para que la vida ya no me pese tanto, y seguiré amando porque el amor siempre me salva. Y a todo esto, le llamaré vivir.