Por Linda Oliva
Twitter: @besostristes
Nada más triste que enfrentarse al vacío de la hoja en blanco, nada más doloroso que sucumbir ante su silencio. No existe algo más tormentoso que la calma aparente de la hoja que permanece intacta, no existe nada tan desolador como la quietud del vacío. No hay nada tan desgarrador como la convicción de sentirse y saberse roto, desarmado, destrozado, quebrantado, abandonado y derrumbado ante esa hoja que más que hoja, resultó siendo espejo.
Y es que estoy segura que al igual que a mí, a todos aquellos que aman crear con letras, también se les acaba el mundo cada vez que ya no saben qué escribir. Y no es que no haya de qué escribir, más bien, es que hay tanto y uno no sabe cómo empezar ni por dónde, a veces uno tampoco sabe para qué. Y al final creo que más bien es miedo, miedo a desnudarse, a vaciarse, a exponerse, porque no hay alguien que esté más expuesto como aquel que escribe.
La hoja está vacía pero llena de incertidumbre, angustia, temores, dolor y desasosiego. Y qué zozobra la de saber que hay quienes buscan leerse en uno y que solo hay silencio para dar. Es tan agonizante el vértigo de la hoja en blanco que hasta parece abismo. El que desafía el silencio de la hoja es como aquél que camina con dos pies izquierdos sobre la cuerda floja o como aquel que está de pie a la orilla del precipicio, ahí donde ya solo queda dejarse caer.
Pero tarde o temprano vencemos nuestros miedos. Llegan las letras a salvarnos, vuelven solas y se acomodan como quien regresa a donde pertenece. Y escribimos otra vez, rompemos el silencio de la hoja, porque estamos hechos de todo eso que aún no hemos escrito, porque hay tanto ruido por escribir, y porque nos gusta sentir que el mundo se rompe en dos para disfrutar la caída libre. Recuperamos la fe y la certeza de que la vida no se acaba mientras haya de qué escribir.
Yo nunca dejo que me derrote la hoja en blanco porque ahí todo es posible, hasta el olvido.