Por Dulce Villaseñor
Twitter: @Doolcevita
Que soy “demasiado madura” para mi edad.
Que he compensado mis deficiencias emocionales con la comida y otros excesos como las apuestas y el sexo.
Que soy muy intensa, muy sensible, muy de todo y a la vez muy de nada. Ni rica, ni pobre, ni con cientos de viajes alrededor del mundo ni mucho menos con hijos que amamantar cuando termine de escribir esto.
Que no soy fresa, ni hipster, ni rockstar, ni intelectual, ni mucho menos simple.
Que tengo que ver hacia abajo para valorar lo que tengo, en lugar de siempre voltear hacia arriba.
Que soy muy bonita, pero que el problema es que “no me la creo” y que por eso estoy sola y por eso se acercan tipos a aprovecharse de mi extraña ingenuidad y a darme en la madre a cada rato.
Que escribo como si estuviera a punto de aventarme de un puente, aun cuando esté en el boliche con mi mejor amigo, llorando de la risa.
Que debo ir al ginecólogo y al dentista dos veces al año, lavarme los dientes tres veces al día y escribir por lo menos una cuartilla diaria si lo que quiero es ser una escritora más o menos decente.
Que mi futuro se ve muy patético con tantos hubieras acechándome como ratas en un parque oscuro.
Que todo depende de la actitud, de mi sonrisa y de que decida levantarme para encontrarle un sentido a todo esto que está yéndose de mis manos.
Que por más valentía que represente hacerlo, ir al cine o a comer sola no dejar de ser una escena triste.
Que sin alguien a mi lado que me ame, no soy, solo existo.
Que me queda un día menos de vida, como a todos, y que yo no sé si mañana voy a reír con esta boca o voy a poder escribir lo que siento frente a una pantalla que parece comprenderme más que el resto de la gente.
Que valore un poco más lo que tengo enfrente.
Y por una vez les hago caso, me paro de la silla, veo alrededor de mí y todos son problemas y personas que valen demasiado, pero que tienen poco, y observo a gente vieja y sin ganas de seguir luchando y con las arrugas como símbolos de guerra, y noto hipocresía y mentiras e infidelidades y entes frustrados, pero resignados a que esto es lo que les tocó y que no hay de otra.
También les hago caso y veo lo que tengo enfrente, en el espejo, y no encuentro más que carne con ojos y manos y piezas humanas que algún día se irán, pero que tengo que cuidar porque soy lo único que siempre me quedará aun cuando pierda a mis amigos, mi familia, mi trabajo, mis pasiones y me deseo de amar como degenerada a alguien que me responda de igual forma.
Y pienso “¿Dé dónde me agarro?”, hasta que escucho una voz dentro de mí que me grita: “No está en el exterior” y al percatarme de que es cierto, lloro de coraje por no haberme dado cuenta antes de que todo eso que busco está aquí, en algo que está dentro de mí que aún no logro definir.
Ya no estoy afuera, perdida, estoy en mi interior. Y eso, de alguna forma extraña, me libera del miedo a la vida.