Por Carlos LM
Twitter: @Bigmaud
Lo recibiste cuando eras pequeña. Un pato amarillo de plástico, para que cuando te bañaras pudieras jugar. Y así fue. En la tina, sin que tu madre dejara de vigilar, flotaba el pato y tú le platicabas que te gustaba brincar con tus amigas de la escuela. El pato no borraba la sonrisa de su boca. Era alguien que no ponía resistencia lo mismo si lo querías hundir. Nada mal para alguien que aprende apenas lo que es la vida.
A veces, por estar distraída con él, se te olvidaba el champú como se te olvidaba usar el jabón. La hora del baño pasó a ser la hora de la diversión con el pato siempre dispuesto para seguir los designios de tu mano. Creciste con él, que fue tu fiel compañero. Incluso se quedó cuando pasaron los años y tu madre dejó de vigilarte. Tú ya habías visto películas y programas de televisión donde salían juguetes iguales y te daba risa que lo tuyo pudiera ser un lugar común. Así pasa, tus padres te dicen que eres especial, pero todo lo que te ha rodeado es común y corriente. Eres castaña, tienes el cabello hasta los hombros, la piel morena, tienes los dientes un poco chuecos. Nada fuera de lo normal. Tienes el modelo exacto de pato que viene a la mente de cualquier que haya ido al cine o visto la televisión.
Sea como sea, te cuesta dejarlo atrás. Ya te han crecido un poco los pechos. Ya tienes otra forma, pero el pato siempre ha estado ahí, con una sonrisa que no muchos ofrecen. Intentas convencerte de ello. Te dices, aunque ya soy una joven, nadie se dará cuenta si todavía me baño con una figura de plástico. Y ya no juegas con él como antes, pero le hablas mientras lo paseas por la tina. Le cuentas que el chico que te gusta te ha preguntado sobre cuál es la música que le gusta a tu mejor amiga, y tú le has dicho que Nina Simone —cantante que tú le presentaste— para ser amable con él, aunque al mismo tiempo sabes que tu respuesta hará que ellos se acerquen y se vayan lejos de ti, con lo que perderás a un prospecto y a una amiga. Y el pato te mira, y sonríe, el muy insensible. Si a estas alturas todavía lo aguantas, es porque al menos te escucha, y no habla. Qué pena te daría que alguien supiera tus secretos y los contara por ahí. Así que vas, le confías cada día lo que pasa por tu mente con la seguridad de que tú misma tienes la llave de escape. El pato, ya sabes, nunca te traicionará. Y a veces le das un beso en los ojos, una de las pocas formas de cubrirlos porque no tiene pestañas.
Un día tu madre se acuerda. Desayunas con ella cuando de pronto te pregunta por tu amigo. ¿Te acuerdas que de niña te compré un pato de juguete? No lo soltabas. Horas y horas te las pasabas dentro de la tina platicando con él. Le dabas vueltas y lo aventabas para salpicar. ¿Te acuerdas? Te reías toda linda. Quién sabe dónde haya quedado. Yo no lo tiré, deberías buscarlo para ver si está en alguno de los tambos de tu cuarto. Sería un bonito recuerdo para enmarcar. Me avisas si lo ves.
No le dijiste nada. No le dijiste que todavía guardas al pato en uno de los cajones de tu buró. Que siempre, sin falta, lo sacas de una cajita blanca antes de ir a darte un baño. Que cuando terminas, lo secas bien y lo metes de vuelta al escondite. Ahí vive, con la única consigna de salir a escucharte cuando te aseas.
Lo que sabe y lo que ha visto el pato. Conoce tu cuerpo mejor que nadie. Sabe lo que te hace llorar. Lo que te hace reír. Aquello con lo que sufres. Las personas que amas. Lo que te da miedo. El pato está enterado de todo. Te sorprende entonces que no deje sonreír. Que no importa cuántas lágrimas saques enfrente suyo, él no cambia en nada. Y no le importa que estés desnuda o que te hayas tocado. Nada le interesa. Aunque tú lo procures, aunque lo cuides, aunque le hables con toda ternura. Es más, le darías de comer si fuese necesario. Si no lo haces es porque es de plástico, no por otra cosa, porque te mueres de ganas por darle algo que no sean tus dolores. Lo único que puedes ofrecerle son detalles pequeños. La caja limpia donde lo guardas, a la que le has echado un poco de tu perfume para que no vaya a sentirse como un refugio cualquiera.
Claro. Ya no haces lo que antes. Ya no lo avientas ni lo apretujas ni lo muerdes. Lo tomas con tu cariño y todavía le das besos e incluso lo dejas recorrer tu cuerpo aunque en el fondo sepas que ese favor es para ti. Porque con el pato no pasa nada, ni pasará. Tus desahogos no le amargan la cara. No le sacas arrugas. No le preocupas. Ni te odia ni te guarda rencor. Ni siquiera le das igual. Nada. El pato está ahí porque tú no puedes deshacerte de él.
El pato. Tu querido pato. Con lo mucho que le estimas, jamás se te cruzó por la mente el ponerle nombre. Tu relación con el pato parte de ti misma, se trata casi en exclusivo de ti. Y te ríes hasta empezar a llorar cuando caes en cuenta de que sin importar de lo que pase, sin importar lo que digas, el pato seguirá igual. Y que tú, por mucho que expulses, por mucho que dejes salir de tu corazón, te arrugas y empeoras sin pausa. Es ahí cuando en la sonrisa del pato notas algo diferente aunque sea la misma que ha estado contigo desde que eras una niña.