Por Regina Mitre

Twitter: @ReginaMitre

 

Feliz, ayer me sentí muy feliz, radiante, nerviosa. Mi corazón dejó de ser un corazón para convertirse en un caballo galopante. Una manada de corceles indomables en medio del pecho que andaban al ritmo de una batucada interior. Ya sé que hablo mucho, y mis alegorías provocan que, usted lector, brinque ciertas palabras para encontrar el meollo en mi río de letras. Soy rebuscada, decoro lo obvio con laberintos y términos de domingo, así soy; en realidad, estoy siendo. Ayer estuve siendo feliz durante unos minutos, un par, tal vez tres. Poseer un espíritu obstinado tiene sus ventajas, mi espíritu testarudo es un ave que golpetea incesantemente la corteza de un árbol con el pico, que tarde o temprano forjará un camino dentro del tronco de este gracias a la constancia tímida que no se presume, que solo es; así me nace y llego a las últimas consecuencias por la meta que se dibuja entre el espacio de mis dos ojos. Este no es el punto; ayer me sentí feliz porque cumplí un objetivo terco, avaro, un capricho; contenta y sonriente, muy sonriente, la sonrisa más grande que no me costaba ningún trabajo gesticular, la sonrisa que cegaba al que estuviera enfrente por su brillo infinito. ¿Qué pasó? Se esfumó, hasta se me cayó la boca y en el piso no hablaba: callaba ausente. Ya sé que no entiendes nada, que en mi eterna desubicación pierdo el camino para ir al grano. Este no es el punto, no desesperes, ya casi llego.

Una vez una mujer me dijo que le encantaba mi forma feliz de ser ya dije “feliz” más de siete veces—, me extrañé porque no entiendo cómo la mujer más contenta puede ser la más triste también. Entonces me sumergí con los ojos cerrados al mar de mis adentros para buscar el eslabón perdido del origen de esta paradoja. Me asustan mucho las profundidades oscuras, también las alturas vertiginosas. ¡Eureka! Lo encontré ahí dentro del cofre del misterio, y justo ahí dentro, un dibujo. ¿Cómo era?

Un Iceberg. ¿Qué? Sí, mira, mi tristeza es un iceberg: un témpano de hielo.  Ahora imaginemos un documental en blanco y negro con una voz de acento castellano describiendo una escena en el polo norte donde un iceberg solo existe. El narrador describe lo que ve a primera vista: la punta del témpano. “A nuestra izquierda se observa un montículo de hielo de aproximadamente tres metros de altura donde dos pingüinos se deslizan; es un día soleado de primavera para esta especie de ovíparos…”. Le pongo pausa al documental y la imagen del iceberg permanece congelada. Verán, mi felicidad es esa punta, la obvia, la que se aprecia a simple vista, sí existe, ahí está, ¿ya la viste?, ¿y la tristeza? Exacto, del iceberg solo ves un diez por ciento. Habiendo entendido esto, ya no me extrañará cuando no por falta de atención o de cuidado pierda mi sonrisa por ahí o por acá, porque esa va y viene, como los días soleados, como el viento que sopla en verano y a veces también en invierno. Menos mal que ayer fotografiaron mi sonrisa para que no olvide cómo es cuando esté buscándola.

 

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