Por Katherine Aguirre
Twitter: @kath_af
La carretera más cercana fue la vía de escape para seguir a la Luna y dejar atrás las luces del pueblo aquella noche que decidimos evitar que el tiempo se nos acabara haciendo un último viaje contra él.
Nunca lleve una cuenta de las horas que pasamos en ese carro rojo tratando de posponer lo irremediable. Ninguno lograba disparar de su boca esa última palabra para determinar el cierre de un capítulo. Y lo único que yo podía hacer era tomarlo a él de la mano como si nunca fuese a dejarlo ir, mientras perdía la mirada entra las montañas, sintiendo la brisa fría que chocaba contra mi rostro tratando de congelar el dolor.
Silencios, miradas apagadas y uno que otro secreto susurrado, fueron los únicos acompañantes hasta que el sol comenzó a salir entre las nubes grises de invierno. El frío todavía no se terminaba, pero nuestro viaje sí empezaba a quedarse sin camino.
Vimos la costa asomarse al final de la vía y bajamos hasta la playa.
Ninguna parte de mí quería separarse del calor de ese cuerpo cuando todavía no lográbamos aceptar nuestro nuevo futuro separado e incierto.
Observamos las olas del mar que siempre pudieron hablarnos, pero en esta ocasión solo querían decirnos adiós.
Susurramos un “te quiero” y un beso cerró el cuento.
Un par de años después de aquel viaje de despedida, volví a ese extraño lugar y la vía me pareció infinita. Cada kilómetro me traía un recuerdo y cada minuto que pasaba me hacía pensar que nunca había logrado olvidarlo.
Pero dejé de darle vueltas a la mente cuando bajé a la playa y lo vi sentado en el mismo sitio donde años atrás habíamos estado. Me senté junto a él y tomó mi mano.
El cuento todavía no se había terminado.