Por Alicia Alejandra

Twitter: @alisless

 

Me despertó un ruido bastante fuerte, tanto que antes de abrir los ojos ya estaba tapándome los oídos con las manos. Entre la cama verde y la lámpara de pie -que es de mis favoritas- permanecí en el más absoluto silencio durante unos minutos creyendo haber encontrado así la manera de pasar inadvertida, pero no funcionó, algo estaba mirándome y mientras me hacía a la idea de que no estaba sola, que por cierto más tarde en pensarlo cuando se aproximó a mí esa persona que no tenía idea de quién era, seguidamente me dijo: “Es tu día de suerte”.

Espera, espera… ¿suerte para qué?, cuestioné.

No hagas preguntas, hoy es tu día de suerte, confía en mí y sígueme, me dijo.


Lejos de atender su petición, de pensar o imaginar que algo que no era real estaba hablándome, improvisé alguna manera de escapar, de saltar encima y salirme del cuarto. No hice más que el impulso para precipitarme y, de lo nerviosa que estaba, lo único que conseguí fue caerme de lo más chistoso pero doloroso.

 

No recuerdo el golpe tan fuerte, por lo que creo que me inyectaron alguna droga de rápida absorción que me hizo perder la consciencia por no sé cuánto tiempo.
Cuando desperté de nuevo y el conocimiento regreso a mí (si es que lo recuperé alguna vez), ya volvía a estar sola, pero ahora en un habitación completamente diferente a la mía. Me paré por curiosidad a ver todo lo que me rodeaba, a tratar de recordar qué es lo que me había pasado. Miraba solo paredes de muchos colores inventados y como techo un cielo blanco resplandeciente.

 

“Bienvenida al mundo ideal”, escuché.

“¡Sería ideal si supiera al menos dónde estoy parada!”, respondí con todo el enojo que pude desprender.

“Recuerda que es tu día de suerte”, declaró y siguió con la explicación: “Desde hoy tienes el privilegio de pertenecer a este mundo que podemos llamar Utopía”.

No supe qué responder y me quede callada, me tranquilicé pensando que todo era un simple sueño y que seguramente tenía un enorme cansancio que no me dejaba despertar.

 

No les relato con detalle mi sublime odisea, así que en resumidas cuentas les escribiré que minutos después de mi llegada, ya me encontraba totalmente acomodada en mi nuevo mundo. Efectivamente fue un día de suerte y ahora entiendo que fui una gran privilegiada aunque sea en ese tiempo de inconciencia. Cierto es que aquí no hay gobierno, hay mucho café del que me gusta, un librero enorme en forma de saxofón que me inquieta tanto que no se ni por dónde empezar. No hay bulla, no hay gente mala, no existe la pobreza y los políticos son ciudadanos más. La envidia y la hipocresía no existen y no sabemos diferenciar los colores en la piel.

Aquí el sexo no nos enfrenta ni nos discrimina, tan solo se disfruta y no existen las fronteras, ni los pasaportes y el dinero no tiene valor alguno. El hambre no persiste más de cinco minutos (los que te tardas en preparar tu plato), no hay clases sociales y nadie se preocupa por la estética: si te ves bien o mal a nadie le interesa.

A la gente no le enferma el consumismo. Nadie es inmigrante, nadie indiferente, nadie falto de ética, todos se preocupan por los demás y las guerras son de pastel de cumpleaños. El poder no es de solo unos cuantos, el poder está en nuestras cabezas si es que realmente lo necesitamos.

Un momento, permítanme seguir soñando…

 

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