Por Yovana Alamilla
Twitter: @yovainila
Hacía días que no me ponía a ver con atención la televisión. Normalmente la prendo mientas me arreglo para ir a la universidad o cuando llego de ella, pero solo la escucho; la enciendo para escuchar ruido, las necesidades auditivas de cuando se vive solo… ustedes saben.
Esa noche encendí el famoso aparatito de mala fama y me dispuse a hacer zapping para encontrar algo entretenido que escuchar mientras preparaba la cena.
Mi pulgar apretaba rápidamente el botón y se detuvo al pasar por el canal del ratoncito que tiene el parque de diversiones en Florida; había un comercial con imágenes de sus programas anteriores –ahora fuera del aire–, caricaturas que veía cuando tenía diez años, series que vi cuando cursaba la secundaria y películas de todo: desde las clásicas de princesas que veía cuando era muy pequeña y vivía con mis abuelos, los musicales, todas las que vi en el trascurso de la secundaria a la preparatoria, justo cuando dejé de ver el canal.
Recordé que llegaba de la primaria, subía a mi habitación y prendía la televisión para ver las aventuras de Lidia y su amigo fantasma que aparecía si lo nombrabas tres veces frente al espejo y cuando terminaba esa caricatura seguía la pandilla de cuarto grado en la que siempre me identificaba con la de lentes pero en el fondo quería ser como las Ashleys; cuando platicaba con mis amigos al salir de la secundaria de la serie donde la protagonista era Hilary Duff y su minimí de caricatura, y cuandorepartía los personajes de la copia de Vaselina, entre ellos: Omar era Troy –porque el papel le tocaba al rubio y de ojos verdes, obviamente– y yo no era Gabriella –porque cuando salió la película él sí estaba enamorado, pero de otra niña, una que sí se llamaba Gabriela en la vida real–, pero me gustaba ser la señorita Evans, aunque ¿a quién no?
Dicen que recordar es volver a vivir, y en ese casi minuto recordé lo bien que me la había pasado. No fueron ni sesenta segundos del anuncio, pero sentí que el corazón se me hizo chiquito y no pude evitar sonreír.
Me sorprendieron todos los recuerdos que vinieron a mi memoria y es que al final del día quizá solo nos quede eso. Pero está bien porque los recuerdos están ahí guardados y podemos sacarlos del baúl de la memoria en el momento que queramos para volver a sentir, para volver a reír o llorar, que también se vale.
Mi niñez y los juegos entre las flores de mi tía se habían terminado, mi adolescencia y las paradas en aquella esquina con esos incomparables cinco amigos también, el comercial igual, pero qué importaba: los recuerdos no se habían acabado y yo seguía sonriendo.