por Arturo Garmendia
Luiz Inácio da Silva (Lula), Presidente de Brasil.
Brasil es el país más grande de América del Sur, y tiene una población de más de 175 millones de habitantes. Alrededor del 81% de la población es urbana y se concentra en las ciudades de cara al Océano Atlántico, como la mayor, Sao Paulo, centro de la industria brasileña y con una población que rebasa los 10 millones de habitantes; y Río de Janeiro, la antigua capital del país y destacado centro comercial, con casi 6 millones de pobladores. De acuerdo con estimaciones realizadas para 1990, la población de Brasil se componía de un 54% de blancos, un 39% de mestizos ( en su mayoría mulatos), un 6% de negros, un 0.8% de asiáticos y un 0.2% de indígenas americanos.
Se trata de un país que mantiene un crecimiento económico estable, pero que nadie se llame a engaño: la deuda pública se ha ido a las nubes; los índices de delincuencia y los niveles de violencia en las ciudades son de mucho miedo; la cuestión indígena ( que reclama: « Las tierras para los que las trabajan ») está al rojo vivo y el problema de la deforestación de sus grandes selvas hacen temer por su equilibrio ecológico. Es decir, en Brasil hay muchas cosas de las que preocuparse.
Se estima que la mano de obra económicamente activa está integrada por cerca de 78.1 millones de personas; de las cuales el 35% son mujeres. Alrededor del 24% de los trabajadores están ocupados en la agricultura, un 56% están empleados en los servicios y el resto trabaja en la manufactura, la construcción y otras actividades. Pero el índice de desempleo, después de las reformas neoliberales introducidas en 1994 por el gobierno de Henrique Cardoso, es el más alto en los últimos 50 años.
Así, la pobreza también ha crecido: de esos 170 millones de habitantes, 53 millones son pobres, y cuarenta millones se encuentran en situación pobreza extrema. De estos últimos, el 64% son de raza negra, y como muchos desposeídos viven en los cinturones de pobreza de las ciudades, hacinados en las así llamadas favelas, barriadas donde la falta de oportunidades ha congregado al vicio, la delincuencia y la criminalidad.
Ciudad de Dios es la historia de una de las 600 favelas que flotan en torno a la ondulante geografía de Río de Janeiro. Es la tercera película del brasileño Fernando Meirelles (São Paulo, 1955); adaptación de la novela homónima escrita por Paulo Lins en 1997, codirigida por Katia Lund, una documentalista de origen escandinavo que conoce las entrañas de Río como la palma de su mano, y es la película que representó a Brasil en la última entrega del Oscar, después de haber ganado reconocimientos en los festivales cinematográficos de Huelva, España y La Habana, Cuba, y el aprecio de la prestigiosa revista francesa Cahiers du Cinema, que ha dicho de ella que fue la mejor película del pasado Festival de Cannes.
De la novela al cine
El libro es el estrepitoso relato de la vida de 250 personajes, que abarca 600 páginas repletas de violencia, proyectiles, drogas y ejecuciones sumarias; y que se convirtió en best seller, alcanzando varias ediciones en su idioma original. A Meirelles la novela le había pasado desapercibida: “Yo no tenía ninguna intención de hacer la película hasta que Katia Lund, la codirectora, me sugirió que me leyera el libro. Leí las primeras 100 páginas por curiosidad. Yo nunca había probado la cocaína y conocía historias de las favelas, pero lejanamente. Cuando llevaba 200 páginas empecé a tener claro el guión y al terminar el libro lo primero que hice fue llamar a Katia y a Braulio Mantovani [guionista] para pedirles que nos pusiéramos a trabajar inmediatamente”. El primer problema planteado por la adaptación fue precisamente la dispersión de historias y la gran cantidad de material que podía ser de interés: “El libro no tiene estructura –continúa el director- ni ningún personaje central, así que decidimos enfocarlo desde la mirada de Buscapié, un protagonista que vive dentro de la favela, pero que la mira desde fuera porque no se implica criminalmente”.
Una vez comprimido el relato, el reto fue trabajar sobre su enfoque y aspecto visual, optándose por un tono de relato testimonial, semi-documental; y un estilo realista, crudo, desprovisto de compasión y adornos. Para abonar en la veta realista se trabajó con Césare Charlone [fotógrafo] y se decidió utilizar escenarios reales y actores no profesionales, y eso trajo consigo nuevos problemas:
“Katia Lund había desarrollado varios trabajos de investigación en Río de Janeiro y conocía muy de cerca a muchas personas de esos barrios. Gracias a ello pudimos entrar en Cidade Alta [una de las principales favelas de Río] y obtener el visto bueno de sus capos para poder filmar allí”, declara Meirelles. Un permiso que le deparó alguna que otra sorpresa: “A los cinco minutos de poner un pie en Cidade Alta apareció un niño con una pistola gigantesca. Se acercó y me encañonó. Por suerte iba acompañado. Si no, ahora no estaría aquí”, recuerda el director.
Cuando Meirelles y Katia Lund se pusieron en marcha, procuraron desde el principio reclutar a un grupo de actores que conocieran aquella realidad. “Entrevistamos a más de dos mil niños procedentes de distintos barrios marginales de Río. Además de los tres protagonistas, necesitábamos a unos cien niños familiarizados con la violencia. Nos hicimos cargo de ellos, les pagábamos el transporte, les dimos clases y yo les pedía que no actuaran, que simplemente vivieran”.
“Los muchachos de las favelas cariocas entran en la criminalidad ante la falta de opciones –dice el director-. El narcotráfico llama a la puerta y les da un arma. Con un revólver un adolescente ya es alguien, es respetado… Las chicas de las favelas adoran a los chicos que van armados. No es cuestión de más policía o Ejército, sino de preocuparse de los adolescentes de 10 y 11 años…Las cifras que sobre ellos se barajan en Río de Janeiro apuntan a un ejército de más de 20.000 muchachos, armados en su mayoría, involucrados en el narcotráfico, mientras los cabecillas (adultos) disponen de aparatos de radio hasta en las celdas de la cárcel, donde entran sin problemas todo tipo de armas y explosivos”.
Así, a los 13 años tienes una pistola en el bolsillo, a los 14 traficas con cocaína, a los 15 acumulas más cadáveres que primaveras y a los 16 yaces en la cuneta con un orificio de bala en el cráneo. Ésta podría ser la probable biografía de cualquier habitante de una favela brasileña como Ciudad de Dios. “Sería muy ingenuo pensar que ninguno de mis actores puede acabar un día como Pixote*, señala Meirelles. Durante el rodaje montamos unos talleres para los niños que participaban en la película. Y de hecho a los que quieran seguir unos estudios académicos les pagaremos la Universidad”, concluye.
Nadie aclara hasta dónde se estrecharon los lazos entre el equipo de la película y las mafias faveleras; lo cierto es que la semana antes del estreno de la película en Brasil, uno de los narcotraficantes más perseguidos del país, Paulo Sergio Samino Magno, se presentó en la fiesta del filme y terminó siendo detenido. Aquel episodio dio lugar a la especulación y la Folha de Sao Paulo, uno de los periódicos de más tirada del país, conjeturó que ambos directores habrían sido perseguidos por la policía brasileña en pos de informaciones que pudieran comprometer a los narcotraficantes.
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Protagonista de la película del mismo nombre (Brasil, 1981) del realizador argentino Fernando Babenco. Un claro antecedente de Ciudad de Dios, cuyo actor principal, Fernando Ramos da Silva, fue seleccionado entre más de mil niños vagabundos. El éxito de la película le abrió las puertas a la fama y al lujo; pero el paso de los años lo devolvió a la delincuencia: en 1987 fue abatido a tiros por la policía.
Estructura y cronografía del filme
Por la cantidad de personajes que circula por la película, las muchas historias que se entrecruzan y la extenso del tiempo que abarca el relato (veinte años), se tiene la impresión de que se trata de un relato confuso y dilatado. Nada más alejado de la realidad: uno de los primeros méritos de Ciudad de Dios es su geométrica estructura y su concisa, elíptica narración, que omite detalles para ganar claridad en la exposición de los hechos.
Así, la cinta está dividida en tres secciones bien diferenciadas, tanto argumental como estructuralmente, correspondiendo cada una de ellas a una década; y las tres a su vez se inscriben en una línea circular. Cada sección tiene su propio estilo visual, tempo, música, color y textura; exposición, nudo y desenlace, y se enlaza con la siguiente mediante elaboradas elipsis, que hacen recordar las de La Condesa Descalza (Joseph L. Manckiewicz,1954).
La primera parte se ubicada en los años 60 y coincide con la edificación y reparto, a víctimas de desastres naturales, de la Ciudad de Dios, émula fallida de aquella utopía de San Agustín. Se centra en la historia del llamado Trío Ternura, tres mocetones incultos de extracción campesina que viven desenfadadamente su primera juventud, dedicados al robo en pequeña escala, con intenciones más bien deportivas y de subsistencia que verdaderamente criminales: Roban jugando, entregando el dinero a sus padres o bien, a la manera de Robin Hood, quitándolo a los ricos para repartirlo a los pobres. Se siente un aire nostálgico, casi romántico en estos recuerdos de Buscapié, negrito de once años, que en compañía de sus amigos Dadinho y Bené, admira y sigue las peripecias de sus mayores. Pero mientras sus amigos hacen todo lo posible por empuñar un arma e imitar a sus héroes, él les teme y prefiere alejarse de ellas.
Una amable luz dorada, ocre, amarilla baña con sus reflejos las calles sin pavimentar, las blancas estructuras de las casitas en serie de la favela y el ambiente caluroso envuelve las travesuras de mayores que se portan como niños y de un niño, Daninho, que muestra mayor disposición para la delincuencia que los modelos que imita.
Poco a poco, el ritmo del relato se hace más nervioso y los atracos, fechorías, galanteos y persecuciones de los jóvenes Ternura son registrados con rápidos desplazamientos de cámara, movimientos de grúa y toda la parafernalia del cine de acción americano. Como en él, lo que cuenta es la dinámica y no la reflexión sobre las causas profundas de la misma. Por eso sorprende el violento e inesperado desenlace de esta sección: Daninho persuade a sus tres amigos mayores de que es mejor realizar un asalto bien planeado que solamente arriesgarse a arrebatar un botín cualquiera, sin calcular los riesgos y posibles consecuencias. Diseña entonces un golpe nocturno a un motel: el personal es poco y se dejará someter fácilmente; y sus clientes estarán en situaciones tan comprometidas que no prestarán resistencia. Su sagacidad le gana su inclusión en el proyecto y la posesión de una pistola, pero no una participación activa: se limitará a vigilar y dará la voz de alarma en caso de peligro. Todo avanza conforme a lo planeado, pero la alarma suspende el asalto en curso, los raterillos aficionados no encuentran a Daninho y deben huir en un auto que apenas saben conducir. Se esconden en los pantanos que rodean a la Ciudad de Dios, pero al cabo de un tiempo deben reincorporarse a sus familias y ahí, cercados por la policía terminaran violentamente sus poco edificantes historias.
En la segunda parte estamos en los 70’s, y los tres protagonistas infantiles ya han entrado en la adolescencia. Buscapié enfrenta un destino incierto: las oportunidades de trabajo son escasas y mal pagadas; su sueño de hacerse fotógrafo no es de fácil concreción. En cambio, las oportunidades de delinquir siempre están abiertas. Su enamoramiento de una chica de playa que ha incursionado en la droga lo lleva a conseguirle algún material, y esto le pone en contacto nuevamente con Daninho, quien se ha convertido en uno de los capos de Ciudad de Dios, ahora llamado Pie Pequeño. Flash back: regresamos al momento en que, de niño, vigilaba el asalto al motel. Vemos ahora, en una veloz secuencia digitalizada de las que Matrix ( Larry y Andy Wachowski, 1999) se ha vuelto paradigma, cómo Dadinho da la voz de alarma en falso para posteriormente ingresar al albergue y masacrar, concienzuda y gozosamente, a todos sus habitantes. Un estremecedor baño de sangre ritual, que a partir de aquí marcará el tono áspero, brutal y sin concesiones de la película.
Estamos ahora ante un segmento caracterizado por la estética soul, la música pop y funky, la moda hippie y la opción entre marihuana y cocaína como definición moral y de estilo de vida. En la pantalla hace eclosión el color, el grano se torna áspero y se usan recursos retro como la pantalla dividida, para narrar de una manera contrapuesta, en tono de comedia los fallidos escarceos de Buscapié con su enamorada, a la que acaba por perder en brazos de Bené; su vocación fotográfica y sus tímidas y contraproducentes incursiones en la delincuencia, frente a los avances despiadados de Pie Pequeño en el hampa, desde que percibe que hay mayor beneficio en la distribución de drogas que en los asaltos callejeros y decide formar su propia banda con infantes de entre nueve y catorce años, hasta convertirse en el líder de Ciudad de Dios, exterminando sin escrúpulos a sus oponentes a la manera de un Macbeth adolescente, moreno y tropical
Una vez más, una secuencia magistral viene a sintetizar el irresistible ascenso del joven matón: aquella estilo video clip en que presenciamos, a ritmo acelerado y con fundidos encadenados, como pasa de mano en mano, ejecución de por medio, un departamento que es el centro de distribución de la droga en el barrio.
Finalmente, en la parte correspondiente a los 80’s, estalla la violencia con toda su furia: Pie Pequeño planea eliminar al único capo que le hace competencia, Sandro Cenoura; pero cuando se decide a intentarlo se atraviesan en su camino Mané Galinha, un recto cobrador de autobús y su novia. La chica es violada por el gangster, y Cenoura llama a Galinha a unírsele para que cobre venganza. El rumor del próximo enfrentamiento corre por el barrio, y la pandilla de Bistec con papas, otro dealer imberbe afrentado por Pie Pequeño, toma partido contra él. Para narrar el showdown final de todas las bandas se opta por un estilo cercano al documental de acción o de guerra: La fotografía se endurece, la gama cromática tiende a los tonos oscuros, la cámara en mano busca los ambientes cerrados, la atmósfera turbia, asfixiante e insostenible. Cortes bruscos e imagen desenfocada, y la narración se torna, por momentos, caótica.
Una serie de hechos fortuitos permite a Buscapié fotografiar las muertes violentas de quienes se disputan el barrio, colocarlas en la primera página de un diario y con ello ganarse el derecho a una vida respetable, fuera de Ciudad de Dios.
No sólo violencia: También redención
Se trata pues de un verdadero tour de force estilístico, a propósito del cual se han mencionado como referencias a cineastas como Quentin Tarantino (Perros de Reserva, 1999) y al mexicano González Iñarritu (Amores Perros, 2001), sin duda con razón; pero más allá de las escenas tremendistas, los comportamientos criminales y los malabares temporales en la narración, en el novel director brasileño se advierte una característica distintiva que lo aparta del thriller hiperviolento para hacerlo caer en el cine de contenido social.
No es casual que esta fábula de violencia urbana tenga como hilo conductor la trayectoria de un favelero negro (el sector más discriminado del Brasil) que finalmente puede redimirse; ni que en el curso del relato se muestren viñetas que, junto a los hechos delictuosos, resaltan la conveniencia de la escuela para los niños o el trabajo honesto para los jóvenes. Meirelles habla sinceramente cuando dice que para combatir el narcotráfico “… La única vía de solución es impedir la entrada de nuevos jóvenes en el círculo vicioso del crimen. Con más escuelas y oportunidades de trabajo es posible revertir la situación actual, pero hacen falta 15 o 20 años. Es muy difícil convencer a un chaval de 12 años que entregue el arma y vuelva a la escuela. Dar marcha atrás es mucho más caro” Y tan convencido está de ello que ha becado a un gran porcentaje de sus actores púberes, habitantes de aquellos barrios, para que se mantengan alejados de las salidas fáciles y a la postre fatales de la droga.
Por fortuna no está solo en este esfuerzo. De hecho en Brasil, el Partido del Trabajo, que llevara a Lula al poder, implementó en los gobiernos municipales o estatales que presidió la llamada “bolsa escola”, un proyecto de becas para chicos marginados empleado como estrategia para mantenerlos alejados de la delincuencia.
Finalmente, como mejor demostración de la vocación de justicia social de Meirelles, está su próximo filme. Interrogado al respecto, respondió con una media sonrisa: “Estoy preparando una segunda parte de Intolerancia*. Se trata de un muy ambicioso proyecto internacional, que criticará todo el fenómeno de la globalización. Historias de 20 y 30 minutos, entrecruzadas, fundiendo comedia y drama, sonrisas y lágrimas… Tengo mucho miedo y, al mismo tiempo, mucho ánimo…”. No cabe duda, para Meirelles otro mundo es posible.
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* Película clásica norteamericana de David W. Griffith, de corte anti-bélico y justicialista, con casi tres horas de duración, filmada en 1916.